Reconozco, y yo el primero, que las Bajadas de la Virgen suelen subirnos la bilirrubina, los gemelos o simplemente la tensión mental a los habitantes de la República Friki. Reconozco, Señorías, siendo más joven haber participado en alguna de estas rebatiñas por fechas, por no coincidir, por un evento a priori memorable y a posteriori no tanto, en la fiesta lustral de la isla de mis amores. Pero nunca nada me ha divertido tanto y amenizado mis largas tardes de jubilado que la Guerra de las Orquestas, en la que según leo y oigo por ahí todos se han posicionado, y todos con argumentos difíciles de rechazar, todos con razones como puños, dándole a esta Guerra de las Orquestas una entidad tal que bien podría compararse con la Guerra de los Aranceles de Trump. Tirios y troyanos se enzarzan en incuestionables argumentos sobre si la orquesta debe ser de aquí o de fuera, dicho de la más sencilla manera. Día tras día la polémica se abrillanta y agiganta ante el estupor de quienes creíamos haberlos visto todo, y ahora nos tememos que la productora noruega de las catástrofes nos vuelta a visitar y nos endilgue una serie en que los músicos empoderados de poderío musical en la contienda provoquen un tsunami musical que se lleve por delante el Carro, El Minuet e incluso los Enanos, perdón, los enanos no, que son inmortales, y otra vez provocarán todo lo contrario, esa mágica catarsis que nos reconcilie con nuestro carácter, festivo, imaginativo y guasón.